El chicharrón sí importa.
La elección como congresista del parlamento italiano de la estrella porno Cicciolina en 1987 fue uno de los acontecimientos que marcaron el inicio de la transpolítica. Régimen caracterizado por una estrecha convergencia entre la política y los medios de comunicación. En la era de las pantallas, tablets, smartphones todo es reflejado, reproducido y consumido de manera incesante e insaciable. La consigna es mostrar hasta lo indecible. La lógica del porno ha invadido nuestra cotidianidad y la política no podía estar al margen.
Cualquier sujeto que desee incursionar en un puesto de elección popular deberá estar dispuesto a convertirse en una vedette. Obligado a realizar un sritptease de su vida privada y a travestirse con todos los trajes típicos de las regiones a las que postula. Además de estar dispuestos a ingerir todos los potajes y viandas que les ofrezcan sus eventuales simpatizantes.
Esto no significa que en la transpolítica el debate serio haya desaparecido pero debe viajar en tándem con la lógica del espectáculo. Los mítines hay que convertirlos en conciertos de música, la incursión de los candidatos en mercados y plazas deben ser flashmobs que puedan ser replicados en las redes sociales. Los programas cómicos se convierten en el principal escenario de todo político que se respete. La risa es uno de los mejores vehículos para llegar a los electores.
Obviamente los que mejor se desenvuelven en estos nuevos escenarios son los personajes de la farándula: cómicos, conductores de tv, deportistas, pero los viejos políticos aprenden rápido porque son conscientes que si no se adaptan podrían ser rápidamente sustituidos por Choca o Carloncho.
La espectacularización de la política no necesariamente es una señal de su decadencia y corrupción. La política en el siglo XXI probablemente demande de sus actores mayores cotas de creatividad y un conocimiento de los códigos de la comunicación 2.0 Los políticos tienen que ser obscenamente transparentes y hacer reír y reírse de ellos mismos.
